La vida no puede ser tan mala —pienso a veces— cuando, al menos, uno siempre puede ir a darse un paseo por el Bósforo.
—Orhan Pamuk
Hace dos años leí Paz, de Ahmet Hamdi Tanpinar, “la mejor novela sobre Estambul jamás escrita”, según Orhan Pamuk. Recuerdo vívidamente aquellas páginas en las que se relata el permanente conflicto interno de Mümtaz, el personaje principal, así como su amorío con la bella Nuran, y todos aquellos paseos por el Bósforo después de los cuales caminaban por una ciudad con calles empinadas, paisajes hermosos, colores inigualables, olores, sonidos, música, raki, y muchos otros elementos que hacen de ella un personaje más de la historia. Recuerdo también las discusiones de Ïhsan en torno al futuro de Turquía, un país en reciente tránsito del Imperio a la República, inmerso, como muchos otros países orientales, en un proceso de occidentalización, en virtud del cual los personajes viven constantemente la tensión entre tradición y modernidad, entre lo viejo y lo nuevo, entre lo propio y lo ajeno. La novela de Tanpinar me llevó por primera vez a Estambul. Y, aunque en ese momento no lo sabía, me llevaría allí por segunda cuenta, esta vez en un avión.
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Y es que gracias a la publicación de ese libro fui invitado por el ministerio de cultura de Turquía a la Feria del Libro de Estambul de este año, con la finalidad de conocer más a fondo la industria editorial y la literatura turcas.

La feria fue la primera imagen que tuve del país. En los stands de los expositores pude apreciar una mezcla de escritores occidentales clásicos traducidos —Shakespeare, Dostoievski, Nietzsche, Balzac, Joyce, Kafka—, con los grandes autores nacionales —Yahya Kemal, Tanpinar, Pamuk—, con best sellers nacionales y traducidos —que en cualquier parte del mundo se pueden distinguir por sus espantosas portadas—, y, por último, con una amplia sección de literatura religiosa —compuesta por múltiples ediciones del Corán, desde las más bellas y grandes hasta unos libritos minúsculos o una edición multimedia, parecida a los karaokes caseros que venden en las tiendas de autoservicio—.
Desgraciadamente, salvo tres colegas que muy amablemente llegaron a presentarse y entregarme su tarjeta y con los que platiqué no más de cinco minutos, no pude conocer mucho más. Generalmente en estos casos se organizan reuniones, cenas o fiestas para poder interactuar con los editores o escritores locales y establecer contacto con ellos. Pero por alguna misteriosa razón, todos los editores extranjeros invitados desconocíamos si existía alguna agenda o plan de actividades. Pronto nos percatamos de que no los había. Así que después de estar todo un día en el stand a la espera de que alguien llegara a preguntarnos “¿quién es usted y qué hace?”, y de estar platicando solamente entre nosotros, al día siguiente, después de pasar la mañana en la feria, decidimos seguir conociéndonos pero en el centro de la ciudad, bebiendo vino y té, y viendo el atardecer en la terraza de un hotel en Sultanahmet, desde la que se podía apreciar en su totalidad la ciudad de los minaretes. Fue la primera vez que vi el Bósforo, con esa capa blanca de niebla ascendiendo desde el mar azul, teñida de un rojo crepuscular que poco a poco fue cediendo terreno a la oscuridad de la noche, tal como lo había descrito Tanpinar.
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La feria a la que fui invitado, me enteré después, es una feria joven, de apenas tres años. Hay otra de más arraigo que se celebra en noviembre. Y, cosa importante para algunos editores turcos, no es organizada por el gobierno. Quizás por esa razón muchos de ellos ni siquiera se enteraron —o no se quisieron enterar— de que estaríamos ahí para conocerlos y reunirnos con ellos.
La situación política que atraviesa Turquía es muy compleja. Tiene un gobierno legalmente republicano pero que al mismo tiempo se declara abiertamente islámico y usa la religión como herramienta de control político, en un país en el que el 96% de la población se declara musulmana, cosa que desde luego no genera simpatía entre la clase media ilustrada y occidentalizada, a la que pertenecen muchos de mis colegas.
“El problema de Turquía es la religión”, me dijo mi amiga S., editora turca, “por medio de ella se manipula a la gente”. Sumándome a su argumento, pienso que “el problema” no es la religión en sí, como vía espiritual e interior para darle sentido a la vida y encontrar un poco de paz en este mundo tan caótico, sino, justamente, el uso político que se ha hecho y se sigue haciendo de ella —la vieja disputa entre la autoridad espiritual y el poder temporal—. En el plano estatal pero también a nivel microfísico, en el cual el caso de las mujeres es digno de atención. No sólo deben cubrir su rostro y su cuerpo, rezar aparte de los varones y estar sujetas a la voluntad de éstos, sino que ni siquiera es bien visto que rían en público, como lo comprobó Susan, editora inglesa, cuando, al estar charlando entre risotadas con el resto del grupo de editores en un vagón de metro, fue reprimida por un joven turco evidentemente molesto de que una mujer extranjera tuviera tal comportamiento, como si con ello pervirtiera la pureza de su sociedad o rompiera con un mandato sagrado, proferido por Bület Arinç, profeta y vice primer ministro de un gobierno que, por otro lado, dice garantizar los derechos y libertades de las personas.
Además de darse a conocer por su autoritarismo, y por encarcelar a periodistas e intervenir directamente en los medios de comunicación, el gobierno actual, con trece años ya en el poder y basado en el nacionalismo turco, ha reactivado el conflicto con los kurdos, quienes —dispersos en Turquía, Siria, Irán e Irak— pretenden desde hace casi un siglo tener un estado independiente. Temeroso de su crecimiento como fuerza política, consecuencia del apoyo de Estados Unidos y Rusia para combatir a ISIS en Siria, y tras más de dos años de acercamientos para lograr la paz, el presidente Erdoğan ha venido sitiando los mayores bastiones kurdos mediante estados de excepción, toques de queda y ataques aéreos y terrestres, ante los cuales una nueva generación de rebeldes —jóvenes sin futuro, crecidos en la violencia de los años ochenta y noventa contra sus familiares, y curtidos por la experiencia de la guerra contra los jihadistas—, se atrincheran y usan los arsenales proporcionados por sus aliados occidentales para resistir el asedio, pero también para atacar al gobierno y a la sociedad civil mediante atentados terroristas en ciudades emblemáticas como Ankara.
A ello hay que añadir otros derivados de la guerra en Siria. Primero, la tensión política con Rusia, dado su franco apoyo a Bachar el Asad, cuya muestra fue el derribo, en noviembre del año pasado, de un avión ruso que sobrevolaba el espacio aéreo turco. Segundo, los atentados de ISIS en Ankara y Estambul, que buscan exportar el caos, mantener vivo el terror, hacer propaganda a su movimiento, y golpear fuertemente el turismo, una importante fuente de ingresos para un país cuyo gobierno ha sido acusado, por otro lado, de dotar de armas a grupos rebeldes extremistas como Jabhat al Nusra, la franquicia local de Al Qaeda, en su lucha contra El Asad. Tercero, los flujos de personas que atraviesan Turquía ya sea para sumarse a la guerra o para huir de ella. Casi cuarenta mil personas que, provenientes de Europa y África, atraviesan la península de Anatolia para unirse a la jihad, respecto a las cuales las autoridades turcas han culpado a algunos países europeos de permitir su salida, incluso con armas y a sabiendas de su destino final, mientras que éstos exigen a Turquía un mejor control de sus fronteras y la responsabilizan del crecimiento de ISIS. Y a la inversa, las casi cinco millones de personas que, huyendo de una guerra que lleva ya cinco años y a la que nadie parece querer ponerle fin, buscan desesperadamente llegar a Europa. Situación que ha generado una crisis de refugiados no vista desde la Segunda Guerra Mundial, de los cuales cerca de tres millones se encuentran en territorio turco, cifra que con certeza aumentará dado el reciente acuerdo alcanzado con la Unión Europea para repatriar a Turquía a todos los refugiados que arriben a las costas griegas, que en discurso busca que los afectados vivan en mejores condiciones con los 6,000 millones de euros que recibirá el gobierno turco, así como acabar con el tráfico de personas y las mafias asociadas a él, pero que en la práctica implica un cierre de fronteras a millones de víctimas cuya acogida, de no ser bien manejada, habrá de traer consecuencias negativas para la sociedad turca en términos de pobreza, empleo, salarios, delincuencia, etcétera. Justo lo que los países europeos no quieren tener en casa. Por cada repatriado, Europa acogerá a uno de los que actualmente se encuentran en los albergues turcos, hasta llegar a 72,000. Tan sólo el año pasado arribaron a Grecia más de un millón de personas buscando asilo.
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La conflictividad de la zona, pero también su riqueza cultural, en buena medida se debe a su ubicación geográfica. Es la frontera entre Oriente y Occidente, dos mundos aparentemente distintos. La ciudad siempre ha sido un punto geopolítico importante. De ahí que durante cerca de mil seiscientos años haya fungido como capital imperial, con sus distintos nombres: Bizancio, Constantinopla, Estambul. La historia de la ciudad se respira en sus calles, en sus edificios. Hagia Sophia es un ejemplo inmejorable. Edificada en el siglo III, fue durante once siglos, interrumpidos por los años que van de 1204 a 1261, en los que los cruzados tomaron la ciudad, la sede del cristianismo ortodoxo. Y en 1453, año en que el Imperio otomano conquistó Constantinopla, fue convertida en mezquita, siéndole añadidos los cuatro grandes minaretes que se pueden apreciar desde muchos puntos de la ciudad, además de otros elementos islámicos como el minbar, el mihrab, algunos azulejos, y varias inscripciones en árabe. Hagia Sophia funcionó como mezquita hasta 1931, ocho años después de la instauración de la República de Turquía por Mustafa Kemal, mejor conocido como Atatürk, y a partir de 1935 se convirtió en museo. Este edificio, pues, concentra en sí todas las etapas de la historia de la ciudad. Es un sobreviviente en cuyos heterogéneos elementos —las grandes columnas que lo sostienen, el mármol de las paredes, los mosaicos dorados con las figuras de María, Cristo, los ángeles, los candelabros gigantes que penden desde el techo, los grandes discos que cuelgan de las esquinas con inscripciones en árabe ensalzando la grandeza de Allah, el imponente minbar, el decorado arabesco en las cúpulas, los miles de turistas que lo visitan y el gigantesco andamio que actualmente está colocado en el centro del templo para su restauración como museo— se pueden apreciar sus distintos estratos. Hay muchos otros edificios importantes y con implicaciones históricas —la Mezquita azul, la de Süleymaniye, el palacio de Topkapi, el de Dolmabahçe, la iglesia de Chora, la torre de Gálata, por mencionar algunos—, pero ninguno concentra como ese imponente templo, dedicado originalmente a la Sabiduría, el registro histórico de una ciudad que hasta hace menos de un siglo fue, por su posición estratégica, la sede de dos de los más grandes y longevos imperios que ha registrado la historia de la humanidad.
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Ubicado en Beyoğlu, uno de los pulmones culturales de la ciudad, el Museo de la Inocencia propone una perspectiva distinta de la historia. Una historia no oficial, micro, personal, construida a partir de objetos y, sobre todo, de recuerdos. Es por eso que al entrar se puede apreciar un cuadro gigante con más de dos mil colillas de cigarro, unas más largas que otras, completamente dobladas y con restos de lápiz labial, que penden de unos pequeños alfileres. Se trata de los restos de un amor imposible, rescatados por un amante obsesivo cuya amada se ha casado con otro. Lo sorprendente es que el museo es también una novela que tiene el mismo nombre, en cuyo prólogo, Kemal, el enamorado, conoce al autor del libro, Orhan Pamuk, y le pide que haga un museo con todos los objetos que le entregará. Así que, al tiempo de contar la historia de Kemal y su amada Füsun, Pamuk narra también, con palabras y con objetos, incluso con sonidos, la historia reciente de Estambul, una ciudad que parece confundirse con él mismo.
Zapatos, vestidos, mascadas, fotografías, posters, videos, vasos, platos, figurillas de porcelana, relojes, entre muchas otras cosas, componen una colección digna de los mejores mercados de pulgas, ordenada en vitrinas numeradas que se corresponden con los capítulos de la novela y que terminan por darnos una idea más o menos precisa de la vida, las personas y la sociedad estambulí de la segunda mitad del siglo XX. Una sociedad conservadora, religiosa, cauta respecto al sexo, el alcohol y las drogas; clasista, en la que los ricos, como la familia del premio Nobel 2006, buscan imitar el estilo de vida burgués, profesional e ilustrado, mientras que los pobres siguen aferrados al Islam, que les ofrece consuelo ante su precaria situación. Y a cuyos integrantes, señala Pamuk con insistencia, les es inherente un sentimiento de amargura. Una especie de melancolía derivada de la pérdida del esplendor pasado, de dos grandes imperios en ruinas, cuyos restos se pueden apreciar en toda la ciudad. No sólo en los antiguos palacios y mezquitas sino también en las casas de madera a punto de caerse, en los restos de murallas y construcciones viejas con los que uno se topa casi en cada calle, en la pobreza que se puede apreciar en algunas de ellas, en esas plegarias lastimeras que inundan la ciudad para llamar a la gente a rezar, en los rostros de sus hombres, regios, barbudos y de ceño fruncido, que se resisten a cambiar sus creencias y tradiciones frente al embate de lo moderno, y que los sábados se reúnen a jugar cartas y beber té en lugares a los que sólo ellos tienen acceso; en la mirada de aquellas mujeres con el rostro o la cabeza cubierta, que muestran sólo una mínima parte de su belleza, dejando el resto a la imaginación; en el cielo incluso, una bóveda brumosa y gris que, cuando hay mal tiempo, llena la ciudad de humedad y lágrimas en forma de lluvia. Estambul es, en efecto, una ciudad llena de nostalgia, de una “belleza amarga”.
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Aunque, claro está, no sólo es eso. “Cualquier cosa que digamos sobre las características generales de una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose de forma indirecta en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual”, confiesa Pamuk hacia el final de esa especie de autobiografía, que curiosamente lleva como título Estambul. Ciudad y recuerdos. El autor, como suelen hacer los escritores, transfiere sus propios sentimientos a sus personajes, en este caso a la ciudad. Como si la amargura, la tristeza y el dolor de ésta fueran mayores que los suyos y, por tanto, pudieran amortiguarlos un poco. El pesar por las ausencias de su padre, por las horas de espera de su madre, por la pérdida de su amada —la del olor a “perfume de almendras”—, es trasladado a los edificios en llamas, a las casas derruidas, a los accidentes marítimos en el Bósforo, a la pobreza de algunos barrios y a la pérdida del poder imperial.
Todo depende, pues, de nuestro estado espiritual. “En la memoria —reconoce Pamuk—, se funden las imágenes de la ciudad con los sentimientos más profundos y sinceros”: dolor, tristeza y amargura, pero también felicidad, optimismo y alegría de vivir. Pude sentir esa otra cara de Estambul, la alegre y vital, en mis caminatas por Kadikoy, donde la gente pasa la tarde charlando, riendo y tomando té a la orilla del mar, mientras los niños juegan y otras personas pasean a sus perros, bailan en el malecón, o se tumban en las piedras a ver el atardecer mientras la fría brisa golpea sus rostros. O en Üsküdar, también en la parte asiática de la ciudad, donde los oídos se saturan de los gritos de los mercaderes, en su mayoría pescaderos de largos bigotes, con cigarros humeantes en la boca, mandiles manchados de sangre y filosos cuchillos en la mano, dispuestos a filetear cualquier ejemplar marino de los que yacen en sus mostradores de hielo.
Ni qué decir de las calles aledañas al Gran Bazar, que bajan directamente al puente de Gálata, y hacen pensar en lo iguales que somos los seres humanos, a pesar de todas nuestras diferencias culturales. Necesitamos comida, zapatos, calzones, ropa y otras cosas que se pueden encontrar ahí, desde el famoso café turco hasta disfraces, chocolates, vajillas, tapetes, trajes o vestidos para ocasiones especiales. Salones de belleza, incluso, en cuyos escaparates, en lugar de exhibir los clásicos peinados occidentales, aparecen imágenes de mujeres sonrientes y hermosas, con los ojos muy bien maquillados, portando coloridos velos en la cabeza, al último grito de la moda, frente a los cuales caminan chicas con botas y pantalones ajustados, algunas con minifalda y mallas, con el pelo pintado de verde o morado, piercings en nariz y orejas, y coloridos tatuajes asomándose por brazos, cuello y cintura.
Al cruzar el puente hacia la torre de Gálata, lleno de pescadores con cañas y anzuelos, del lado derecho está Karaköy, un barrio de edificios viejos, muchos a punto de caerse, que de unos años para acá ha sido repoblado por restaurantes, cafés, galerías y bares llenos de gente joven y con ganas de pasar un buen rato, que es la sede del Museo de arte moderno. Del lado opuesto, hacia la torre de Gálata, se puede ascender hacia la plaza de Taksim por la calle Istikal, quizá la más transitada y comercial de la ciudad, en cuyas ramificaciones hay también mucha vida gastronómica, etílica y musical. Fue en esta calle donde apenas hace unos días un emisario turco de ISIS se hizo estallar, dejando como saldo cinco personas muertas y treinta y siete heridas.
Es en esta misma zona, en la calle Asmalimescit, donde las chicas de la Kalem Agency, que están celebrando diez años de vida, llevan a cabo cada lunes una cena con editores, escritores, periodistas culturales, turcos o extranjeros, con la finalidad de que, al calor del raki, y motivados por la sana costumbre de compartir la comida, compartan también sus experiencias, intereses, afinidades, para establecer lazos que unan y fortalezcan a la industria editorial turca y a la larga permitan un enriquecedor intercambio cultural y literario entre Turquía y otros países, que fructifique también en negocios, desde luego. Eso mismo buscan con el Istambul Tanpinar Literature Festival, que en 2016 cumplirá ocho ediciones llevando arte y literatura a la ciudad.
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Hay una omisión en el libro de Pamuk sobre Estambul: los gatos. Habla de las manadas de perros callejeros, una de las cuales, compuesta de unos diez ejemplares, cuidaba de un cementerio en Eyüp, de esos que hay entre las casas, los edificios, las mezquitas y los parques, que se pueden distinguir por sus lápidas alargadas con inscripciones en árabe y que, al formar parte integral de los barrios, nos recuerdan que los muertos siguen viviendo entre nosotros, que forman parte de nuestra cotidianidad. Fuera de esos herederos de Cerbero, cuyo plácido sueño interrumpí con mi imprudencia de querer adentrarme en campo santo, realmente no vi muchos más canes en la ciudad.
Lo que sí vi fueron miles de mininos de distinta forma, color y andar, pero todos con el mismo porte, con la misma actitud desfachatada y presuntuosa de quien se sabe el centro de atención. Son pocos los que huyen ante la presencia humana. Antes bien, se dejan consentir, ronronean y posan para las fotos de los turistas. No importa el barrio ni la calle, siempre hay una entrada de edificio o un rincón de la banqueta donde la gente le deja comida a los gatos. Nunca había estado en una ciudad que públicamente manifiesta tanto cariño y respeto por los animales. Eso habla muy bien de los turcos. Es un rasgo que denota su magnanimidad.
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El viaje no podía terminar mejor. A., escritor serbio radicado en Estambul desde hace dos años —a quien conocí gracias a Susan, que está dictaminando un libro suyo—, me invitó a escuchar a Bugge Wesseltof and Friends, una banda de jazz electrónico que se estaría presentando en la ciudad. El concierto fue genial. Una mezcla de piano, trompeta y saxofón, resaltando sobre pistas de música electrónica, complementadas por una base de percusiones, bajo y batería. Como si el sonido se presentara en dos capas distintas pero superpuestas. Ideal para relajarse, mover el cuerpo y deleitar al oído con toda clase de sonidos, más aún si los sentidos están expandidos gracias a una ligera dosis de mdma.
Salimos felices del Babylon, club de culto recién reubicado. Lo que pasó después fue todavía mejor. Valja, hijo de padre ruso y madre francesa, con porte y actitud de vikingo, nos invitó a una fiesta en casa de unos amigos suyos. La casa se ubicaba en medio del barrio financiero, entre los rascacielos de Estambul, en un oasis que más que de casas, parecía un conjunto de bodegas abandonadas, como si hubieran puesto la central de abastos de Guadalajara justo en medio de Santa Fe. No había ningún signo de fiesta. Así que tuvimos que llamar a la novia del vikingo para dar con el lugar. Había poca gente, cuatro chicas y tres chicos, todos medianamente hasta el zoquete. Resultó que la fiesta era de un grupo de jóvenes turcos, amigos de Valja y A., que se reúnen una vez a la semana para improvisar música. No son una banda, ni pretenden serlo. No tienen nombre. Simplemente se juntan a tocar sus instrumentos. Así que, como estaban casi todos los miembros en el lugar, y como tenían ahí una batería, un sintetizador, un bajo y una computadora, tras fumarnos un par de porros y charlar un poco, hicieron exactamente eso: tocar. Fue un gran momento. Poco más de treinta minutos de improvisación basados, igual que Bugge y sus cuates, en una pista de electrónica, a la que poco a poco se añadían la batería y el bajo, y más tarde los destellos del sintetizador. Todo con mucha calidad, pero sobre todo con mucho goce, no sólo por parte de los músicos, sino de todos los presentes, que poco a poco empezamos a mover el esqueleto.
Mientras los sonidos se apoderaban de mi cabeza y de mi cuerpo, me puse a observar el lugar. Una casa muy simple y modesta, que también sirve como estudio para una artista plástica, pareja de uno de los músicos. Ambos viven y trabajan ahí. En una de las paredes había un vestido corto sostenido por unos alambres que le daban la forma de una mujer, como si fuera una mujer vacía, invisible, sin cuerpo. En otro extremo había una serie de esculturas también de mujeres vacías, esta vez cubiertas no por un vestido moderno, sino por un velo como el que usan las mujeres musulmanas, las monjas o las representaciones de la virgen María.
No tuve tiempo de hablar con la escultora ni con los amigos de A. —quien por cierto resultó ser un gran baterista, sobrio, tipo Charlie Watts—. Nos tuvimos que ir pronto porque nuestro aventón se quería ir ya, y había que aprovechar el trayecto. Me dejaron en algún punto de la ciudad, desde el que un taxista me llevó a la estación Kabataş, cerca de la casa de S. y el Gran T., donde pasé algunas noches gracias a su generosidad. Compartimos un cigarro en el camino, para lo cual me pidió que me pasara al asiento del copiloto. En nuestro mal inglés fuimos hablando sobre fútbol: “Giovani dos Santos”, “Chicharito”, “Arda”. Al día siguiente, tras despertarme con el poderoso canto de las gaviotas y despedirme cariñosa y agradecidamente de mis anfitriones, tomé mis maletas y me fui.